(Predela del retablo Perugia: historia de San Nicolás)
I
El país de la lluvia
nunca tuvo contornos
y las lámparas crecen
donde el tiempo es un árbol.
Navegamos despacio
por montañas de arena.
En la espalda del agua
se suceden los gritos
de ciudades ahogadas,
de castillos en ruina.
Pero quedan las voces,
los vocablos no escritos,
como queda el aliento
por dentro de la estatua.
El dolor de estar lejos
y la zarza del miedo
configuran la trama
de esta piel que llevamos.
Los barcos nunca olvidan sus
caminos de nácar.
Vuelven siempre a escribirlos
sobre el plano grumoso
de las rítmicas olas.
Estamos todos dentro
de este sueño de siglos
que resbala cansado
por encima del tiempo.
Nos miramos sin vemos
en el azul reciente
de los curvos espejos.
Ponemos cada una
de las grandes palabras.
Alguien que siempre mira
y dice desde lejos,
enarbola un silencio
cargado de noticias.
Cansados de no estar,
de sentimos borrosos,
volvemos a la esquina
de todos los avisos.
Total de interrogantes
que llamamos la vida,
y no nos basta nunca
utilizar los ojos.
Silencio que nos nutre.
Como las jarcias crecen
el día del regreso,
así nuestra certeza
se arracima en la frente.
II
¿De quién será la lluvia
que azota nuestro barco?
Ella busca la tierra
para darle sentido,
pero encuentra maderas
y los lienzos tensados.
Una costa se escapa:
es el tiempo embarcado,
una luna que huye
por la espalda del monte.
El secreto del viento
es que no tiene pasos,
se desliza reptante
y se ciñe a las cosas.
La razón de los días
permanece escondida.
Ponemos las preguntas
en la línea del cielo.
Nuestras manos escancian
tantas horas sin rumbo,
tantos siglos pequeños
disfrazados de incendio.
¿De quién son estos brazos
que apuntalan el cielo?
Una mano los mueve,
huracán o susurro.
Otras manos los lleva,
también viento de Espíritu.
Cultivar lejanías
es aún nuestro sino,
parcelando la noche
en cuadrículas vivas.
¿De quién son estas manos
que acarician las velas?
Todas nuestras cosechas
dan color a la orilla
y los granos refulgen
como soles pequeños.
Más allá de las rocas
nos observan los ojos
que preguntan a gritos
por el pan de mañana.
Este mar de pizarra
se convierte en camino
para fuertes pisadas
de sonoras maderas.
Nuestras manos
entregan este sol de la tarde
y otras manos esperan,
como un don, el abrazo.
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