lunes, 3 de octubre de 2011

EL MAR DE NUESTRAS HORAS


(Predela del retablo Perugia: historia de San Nicolás)


I

El país de la lluvia

nunca tuvo contornos

y las lámparas crecen

donde el tiempo es un árbol.

Navegamos despacio

por montañas de arena.

En la espalda del agua

se suceden los gritos

de ciudades ahogadas,

de castillos en ruina.

Pero quedan las voces,

los vocablos no escritos,

como queda el aliento

por dentro de la estatua.

El dolor de estar lejos

y la zarza del miedo

configuran la trama

de esta piel que llevamos.


Los barcos nunca olvidan sus

caminos de nácar.

Vuelven siempre a escribirlos

sobre el plano grumoso

de las rítmicas olas.

Estamos todos dentro

de este sueño de siglos


que resbala cansado


por encima del tiempo.


Nos miramos sin vemos


en el azul reciente


de los curvos espejos.


Ponemos cada una

de las grandes palabras.

Alguien que siempre mira

y dice desde lejos,

enarbola un silencio

cargado de noticias.

Cansados de no estar,

de sentimos borrosos,

volvemos a la esquina

de todos los avisos.

Total de interrogantes


que llamamos la vida,


y no nos basta nunca


utilizar los ojos.


Silencio que nos nutre.


Como las jarcias crecen

el día del regreso,

así nuestra certeza

se arracima en la frente.

II


¿De quién será la lluvia


que azota nuestro barco?


Ella busca la tierra

para darle sentido,

pero encuentra maderas


y los lienzos tensados.


Una costa se escapa:


es el tiempo embarcado,


una luna que huye



por la espalda del monte.


El secreto del viento


es que no tiene pasos,


se desliza reptante

y se ciñe a las cosas.

La razón de los días

permanece escondida.

Ponemos las preguntas

en la línea del cielo.

Nuestras manos escancian

tantas horas sin rumbo,

tantos siglos pequeños

disfrazados de incendio.

¿De quién son estos brazos

que apuntalan el cielo?

Una mano los mueve,

huracán o susurro.

Otras manos los lleva,

también viento de Espíritu.

Cultivar lejanías

es aún nuestro sino,

parcelando la noche

en cuadrículas vivas.

¿De quién son estas manos

que acarician las velas?

Todas nuestras cosechas

dan color a la orilla

y los granos refulgen

como soles pequeños.

Más allá de las rocas

nos observan los ojos

que preguntan a gritos

por el pan de mañana.

Este mar de pizarra

se convierte en camino

para fuertes pisadas

de sonoras maderas.

Nuestras manos

entregan este sol de la tarde

y otras manos esperan,

como un don, el abrazo.

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